Marcelo Cohen: “El que usa una palabra para demasiados conceptos, sólo tiene un concepto”
25 ABRIL 2011
Solitario y sosegado, el de traductor es un oficio que permite pensar. Así lo entiende Marcelo Cohen, novelista, ensayista y traductor, que inauguró la mesa que la feria le tenía reservada al Club de traductores literarios, una asociación que se reúne con frecuencia a discutir cuestiones de la lengua y las condiciones laborales también. Presentados por Jorge Fondebrider, en esta ocasión disertaron además el editor de Revista Ñ Jorge Aulicino y Andrés Erenhaus, argentino residente en España que fundó la Agencia literaria de traductores.
Traductor de los versos de Shakespeare hasta los de Philip Larkin, Cohen se enfrentó a una paradoja: “nunca se le dio tanta importancia como en la actualidad a la traducción, ni tuvo tanto prestigio en el mundo globalizado, pero importa menos que el diseño de tapa. La pregunta es para qué se traduce –agregó– si la lengua puede ser un vehículo de la experiencia, la lengua en acción, que es la única que importa”. Su participación fue polémica cuando dijo “tengo la impresión de que Holderling, Rilke y Kafka no fueron decisivos de la manera que hubieran sido si supiera alemán”; se pronunció a favor de la “recuperación de la precisión en el lenguaje” y en contra de entender “a la literatura como contenido”; pero por no extenderse se quedó sin leer un papelito con la cuenta que había sacado de las horas que necesita trabajar un traductor para llegar a un salario digno, de acuerdo a lo que pagan por palabra las editoriales.
“Cuándo terminó el amor” se preguntó Jorge Aulicino –con versiones de Trabajar cansa de Cesare Pavese y la Divina Comedia de Dante en marcha– al inicio de su alocución. Y acto seguido mencionó algunos pasajes de los orígenes del oficio en este rincón del mundo. “En el Río de la Plata, la traducción comienza en la Revolución de Mayo, con la traducción que Mariano Moreno hace del Contrato social de Rousseau, a la que le suprime un capítulo –el de la religión– porque decía que ‘no sabía de lo que hablaba, que era inútil’. Nace como un hecho político”, relató.
Con los trajes de abogado del diablo y español pragmático, Andrés Erenhaus retomó la pregunta de Aulicino para decretar que “el amor entre la política cultural y la industria editorial nunca existió” porque la política cultural es una entelequia y la industria algo bien tangible. “Nunca se han publicado tantos libros de tantas lenguas al español –aseguró– una situación que convive con la precariedad laboral y la falta de regulación. Aun así, el 40% del mercado editorial español está conformado por traducciones”.
Traductor de los versos de Shakespeare hasta los de Philip Larkin, Cohen se enfrentó a una paradoja: “nunca se le dio tanta importancia como en la actualidad a la traducción, ni tuvo tanto prestigio en el mundo globalizado, pero importa menos que el diseño de tapa. La pregunta es para qué se traduce –agregó– si la lengua puede ser un vehículo de la experiencia, la lengua en acción, que es la única que importa”. Su participación fue polémica cuando dijo “tengo la impresión de que Holderling, Rilke y Kafka no fueron decisivos de la manera que hubieran sido si supiera alemán”; se pronunció a favor de la “recuperación de la precisión en el lenguaje” y en contra de entender “a la literatura como contenido”; pero por no extenderse se quedó sin leer un papelito con la cuenta que había sacado de las horas que necesita trabajar un traductor para llegar a un salario digno, de acuerdo a lo que pagan por palabra las editoriales.
“Cuándo terminó el amor” se preguntó Jorge Aulicino –con versiones de Trabajar cansa de Cesare Pavese y la Divina Comedia de Dante en marcha– al inicio de su alocución. Y acto seguido mencionó algunos pasajes de los orígenes del oficio en este rincón del mundo. “En el Río de la Plata, la traducción comienza en la Revolución de Mayo, con la traducción que Mariano Moreno hace del Contrato social de Rousseau, a la que le suprime un capítulo –el de la religión– porque decía que ‘no sabía de lo que hablaba, que era inútil’. Nace como un hecho político”, relató.
Con los trajes de abogado del diablo y español pragmático, Andrés Erenhaus retomó la pregunta de Aulicino para decretar que “el amor entre la política cultural y la industria editorial nunca existió” porque la política cultural es una entelequia y la industria algo bien tangible. “Nunca se han publicado tantos libros de tantas lenguas al español –aseguró– una situación que convive con la precariedad laboral y la falta de regulación. Aun así, el 40% del mercado editorial español está conformado por traducciones”.
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