Fernando A. Navarro (España) es médico, traductor, lexicógrafo y estudioso del lenguaje científico. En medicina, la producción bibliográfica actual es abrumadora, como abrumador es asimismo el predominio de las publicaciones en lengua inglesa. Para acceder a la bibliografía, ¿cree usted que el médico debería capacitarse en el idioma inglés o que deberían estimularse más bien las traducciones al español?
No cabe ninguna duda de que, hoy por hoy, la mayor parte de los avances médicos se publican en inglés. El médico del siglo XXI debería estar plenamente capacitado, tras su paso por las aulas universitarias, para leer con soltura el inglés científico y expresarse también con una mínima corrección en inglés.
Ignoro cuál pueda ser la situación actual en la Argentina y otros países de Hispanoamérica, pero por lo que hace a España, es indudable que el dominio del inglés sigue siendo una asignatura pendiente en casi todas las carreras científicas. Y los médicos son bien conscientes de ello. O al menos así parece desprenderse de los resultados obtenidos en un reciente estudio llevado a cabo por el grupo de Nuria Giménez Gómez: «Formación en investigación: autopercepción de los profesionales sobre sus necesidades», Med Clín (Barc) 2009; 132: 112-7. De entre todas las necesidades formativas identificadas por los investigadores españoles, destaca en primer lugar la necesidad de potenciar la enseñanza del inglés entre los profesionales sanitarios. Se explica así el éxito que han tenido en España iniciativas recientes como el seminario de inglés biomédico organizado por la Fundación Dr. Antonio Esteve, el inminente lanzamiento de la revista Spanish Doctors enfocada al aprendizaje del inglés médico, o el hecho, insólito, de que tres grandes editoriales hayan publicado de forma casi simultánea sendos manuales de inglés dirigidos específicamente a los profesionales sanitarios: Healthy English (Barcelona: Masson Elsevier, 2009), Inglés médico (Madrid: Panamericana, 2010), e Inglés médico y sanitario (Madrid: LID, 2010).
Hemos de aprender el inglés, sí, y hacerlo lo mejor que podamos; pero no resignarnos al monolingüismo científico que se avecina. O al menos no sin antes haber sopesado con cuidado las graves consecuencias que podría traer consigo, y que comento con detalle en «El inglés, idioma internacional de la medicina: causas y consecuencias de un fenómeno actual»; me refiero, por ejemplo, a la exclusión de las aportaciones realizadas en otros idiomas, a la dependencia científica y la uniformación del pensamiento, a la barrera lingüística entre la ciencia médica universitaria superior -que se publica en inglés- y la práctica médica inferior -que lee principalmente en el idioma materno-, a la discriminación lingüística, o a la creencia cada vez más generalizada de que un artículo en inglés es, por el mero hecho de estar escrito en inglés, de mayor calidad que otro en español o cualquier otra lengua.
Me resisto a creer que la medicina hispanoamericana se conforme con ocupar indefinidamente una mediocre posición secundaria en el gran teatro de la ciencia mundial. Y estoy convencido de que el español puede volver a ser una de las grandes lenguas internacionales de la cultura, también en el ámbito médico y científico. Mientras llega ese momento, es vital para nosotros seguir manteniendo el vigor de nuestro lenguaje especializado y su capacidad para expresar de forma precisa y eficaz el mundo que nos rodea y los nuevos descubrimientos científicos. Para ello, precisamos, sí, de más y mejores traducciones especializadas, con la máxima calidad; y también de más y mejores libros de consulta, artículos originales y textos de todo tipo escritos directamente en lengua española. Que ello es factible lo están demostrando ya, sin ir más lejos, portales internéticos como IntraMed.
¿Cuál es el nivel de la traducción médica en los países de habla hispana? ¿Estamos a la altura de otras naciones?
Considero cuanto menos llamativo el hecho de que, por lo general, no haya entre nosotros plena consciencia de que los países de habla hispana somos la primera potencia mundial en traducción médica. Los países de habla inglesa son los primeros productores mundiales de información médica escrita original, por supuesto, pero precisamente por eso mismo no necesitan traducir tanto como nosotros. La traducción médica es, pues, una de las poquísimas especialidades médicas cuyo liderazgo internacional no recae en los Estados Unidos. Muchos de los mejores especialistas mundiales en traducción médica, lenguaje especializado o terminología científica hablan español.
Y dentro del ámbito hispánico, tengo la impresión de que la Argentina es precisamente el país que cuenta con mayor número de traductores médicos profesionales. En este sentido, no parece casualidad que la Asociación Internacional de Traductores y Redactores de Medicina y Ciencias Afines (Tremédica) traiga nuevamente sus jornadas científicas a suelo argentino; si el año pasado fue Rosario, en esta ocasión será Buenos Aires la ciudad que acoja, en la sede de la Asociación Médica Argentina, las VII Jornadas Científicas y Profesionales de Tremédica (días 15 y 16 de octubre).
¿Hasta qué punto podríamos decir que la traducción del inglés está influyendo en las publicaciones médicas en lengua española y, por consiguiente, en el español médico actual?
Nos guste o no, lo cierto es que hoy las publicaciones médicas en lengua española son en buena medida el resultado de un proceso de traducción a partir del inglés. No es solo que la cuarta parte de los libros de medicina editados en España e Hispanoamérica correspondan a traducciones de obras extranjeras; se trata, sobre todo, de que los principales libros de texto en español y los artículos médicos que publican nuestras revistas incorporan más de un 80% de las referencias bibliográficas en inglés.
Todo médico que lee artículos en inglés, pero imparte clases, presenta ponencias o pronuncia conferencias, escribe textos de divulgación o publica artículos o libros de texto en español, es un traductor médico. En países como los nuestros, todo autor médico es en buena medida también traductor, y como tal debería formarse. Digo bien «debería», porque en el momento actual la presencia del lenguaje científico en nuestros planes de estudio no resiste punto de comparación no digo ya con las disciplinas médicas y quirúrgicas fundamentales como la cardiología, la psiquiatría, la neurocirugía o la dermatología, sino ni tan siquiera con disciplinas auxiliares como la bioestadística, la física médica, la historia de la medicina o la bioquímica.
Por el mismo razonamiento, debemos aceptar asimismo, pues, que la traducción es en la actualidad el principal motor del lenguaje médico español, incapaz de alimentarse a sí mismo a partir de una ciencia secundaria y dependiente como la que caracteriza a nuestros países.
Los médicos de habla hispana suelen ser conscientes de que el inglés está modificando el uso que hacen de su lengua materna, pero no lo son tanto de la intensidad y el alcance de esta influencia. Para muchos, la influencia del inglés en el español médico parece limitarse exclusivamente al uso creciente de anglicismos patentes, como anion gap, borderline, buffer, by-pass, distress, doping, feedback, flutter, handicap, kit, odds ratio, pool, rash, scanner, screening, shock, shunt, spray o stent.
En realidad, la influencia del inglés es muchísimo más extensa e intensa, y afecta a todos los niveles del lenguaje: ortográfico, léxico y sintáctico.
Es evidente, por ejemplo, la abundancia de anglicismos ortográficos en los textos médicos escritos en español, donde hallamos con relativa frecuencia palabras como *amfotericina (por influencia de amphotericin, anfotericina), *anti- alérgico (por influencia de anti- allergic, antialérgico), *colorectal (por influencia de colorectal, colorrectal), *benzodiazepina (por influencia de benzodiazepine, benzodiacepina), *hematopoiesis (por influencia de hematopoiesis, hematopoyesis), *linfokina (por influencia de lymphokine, linfocina), *iodotirosina (por influencia de iodotyrosine, yodotirosina) o *mobilidad (por influencia de mobility, movilidad).
Más abundantes aún son los anglicismos léxicos, que en absoluto se limitan a los anglicismos patentes como los ya citados. Podría mencionar, por ejemplo, lo que los traductores hemos dado en llamar «falsos amigos»; esto es, palabras de ortografía muy parecida o idéntica en inglés y español, pero con significados diferentes en ambos idiomas. En la actualidad no es nada raro encontrar textos en los que el autor afirma algo que no pretendía decir solo porque utiliza el término español urgencia (en inglés, emergency) cuando lo que quiere decir es urgency (en español, tenesmo vesical), o ántrax (en inglés, carbuncle) cuando lo que quiere decir es anthrax (en español, carbunco), o preservativo (en inglés, condom) cuando lo que quiere decir es preservative (en español, conservante), o pituitaria (en inglés, mucous membrane of nose) cuando lo que quiere decir es pituitary (en español, hipófisis).
Menos perceptibles aún para el hablante, pero de consecuencias más graves para el idioma, son los anglicismos sintácticos. Es el caso, por ejemplo, del abuso de la voz pasiva perifrástica, que el español, a diferencia del inglés, tiende a evitar, pero que en los textos médicos ha alcanzando niveles de uso verdaderamente preocupantes. Muchos médicos consideran de lo más normal una frase como «el bacilo de la tuberculosis fue descubierto por Koch en 1882», pese a que jamás dirían a un vecino «la carrera de medicina fue terminada por mi hijo en 1998».
Y es el caso también de la influencia que el sistema de adjetivación en inglés está ejerciendo sobre nuestra lengua. El inglés, es bien sabido, permite yuxtaponer dos sustantivos para conceder al primero de ellos carácter adjetivo. Pueden decir, sencillamente, heart failure donde nosotros no diríamos nunca *insuficiencia corazón; en castellano estamos obligados a introducir una preposición entre los dos sustantivos (insuficiencia del corazón) o sustituir el segundo de ellos -el primero en inglés- por un adjetivo (insuficiencia cardíaca). Por desgracia, la influencia del inglés hace que cada vez sea más frecuente leer en español expresiones angloides como *depresión posparto (en lugar de depresión puerperal), *vacuna anti-hepatitis (en lugar de vacuna antihepatítica o vacuna contra la hepatitis), *carcinoma célula pequeña (en lugar de carcinoma microcítico) o *infección VIH (en lugar de infección por el VIH).
Más abundantes aún son los anglicismos léxicos, que en absoluto se limitan a los anglicismos patentes como los ya citados. Podría mencionar, por ejemplo, lo que los traductores hemos dado en llamar «falsos amigos»; esto es, palabras de ortografía muy parecida o idéntica en inglés y español, pero con significados diferentes en ambos idiomas. En la actualidad no es nada raro encontrar textos en los que el autor afirma algo que no pretendía decir solo porque utiliza el término español urgencia (en inglés, emergency) cuando lo que quiere decir es urgency (en español, tenesmo vesical), o ántrax (en inglés, carbuncle) cuando lo que quiere decir es anthrax (en español, carbunco), o preservativo (en inglés, condom) cuando lo que quiere decir es preservative (en español, conservante), o pituitaria (en inglés, mucous membrane of nose) cuando lo que quiere decir es pituitary (en español, hipófisis).
Menos perceptibles aún para el hablante, pero de consecuencias más graves para el idioma, son los anglicismos sintácticos. Es el caso, por ejemplo, del abuso de la voz pasiva perifrástica, que el español, a diferencia del inglés, tiende a evitar, pero que en los textos médicos ha alcanzando niveles de uso verdaderamente preocupantes. Muchos médicos consideran de lo más normal una frase como «el bacilo de la tuberculosis fue descubierto por Koch en 1882», pese a que jamás dirían a un vecino «la carrera de medicina fue terminada por mi hijo en 1998».
Y es el caso también de la influencia que el sistema de adjetivación en inglés está ejerciendo sobre nuestra lengua. El inglés, es bien sabido, permite yuxtaponer dos sustantivos para conceder al primero de ellos carácter adjetivo. Pueden decir, sencillamente, heart failure donde nosotros no diríamos nunca *insuficiencia corazón; en castellano estamos obligados a introducir una preposición entre los dos sustantivos (insuficiencia del corazón) o sustituir el segundo de ellos -el primero en inglés- por un adjetivo (insuficiencia cardíaca). Por desgracia, la influencia del inglés hace que cada vez sea más frecuente leer en español expresiones angloides como *depresión posparto (en lugar de depresión puerperal), *vacuna anti-hepatitis (en lugar de vacuna antihepatítica o vacuna contra la hepatitis), *carcinoma célula pequeña (en lugar de carcinoma microcítico) o *infección VIH (en lugar de infección por el VIH).
¿Debe estar el lenguaje especializado de la medicina abierto a los neologismos o es preferible defender a ultranza la pureza y el casticismo de nuestra lengua?
En español, como en cualquier otra gran lengua de cultura, hemos de aceptar neologismos, desde luego que sí. ¿Cómo podríamos ser puristas los médicos, que nos servimos de un lenguaje formado, prácticamente en su totalidad, por vocablos de origen griego (tráquea, microscopio, síndrome), latino (absceso, médico, virus), árabe (alcohol, jaqueca, nuca), francés (chancro, pipeta, viable), inglés (prión, nistatina, vial), alemán (éster, mastocito, vaselina), italiano (belladona, pelagra, petequia), holandés (droga, escorbuto, esprue), portugués (albinismo, sarpullido, fetichismo), amerindio (curare, guanina, ipecacuana), asiático incluso (agar, beriberi, bezoar)?
En el ámbito del lenguaje científico, el español es una lengua minoritaria y dependiente. Desde hace siglos, la lengua española no acuña términos científicos, sino que los toma de fuera. Solo en el siglo XX, aerosol, angiotensina, anticodón, apoptosis, avitaminosis, bacitracina, biotecnología, calicreína, cápside, colagenosis, coronavirus, densitometría, dornasa, ecografía, edetato, epoetina, estresante, excímero, feromonas, genómica, hibridoma, hipoalergénico, interferón, inviable, láser, leprechaunismo, linfocito, liofilización, lisosoma, masoquismo, neuroléptico, nistatina, noradrenalina, nucleótido, operón, ortorexia, penicilinasa, pinocitosis, placebo, plásmido, prión, probiótico, proteinasa, ribosoma, robótico, sida, telecirugía, transgénico, transposón, travestismo, tripanosomosis, vipoma, virión y vitamina -a los que podríamos añadir sin esfuerzo otros ejemplos por millares- son todos ellos, sin excepción, términos especializados acuñados en el extranjero, y que nuestro idioma importó.
El español no debe ni puede funcionar al margen del lenguaje médico internacional. Nuestro lenguaje especializado debe seguir abierto al exterior para tomar de fuera las palabras que nos permitan designar nuevos conceptos y vengan a enriquecer nuestra lengua.
Lo que no tiene sentido, a mi modo de ver, es llamar papers a los artículos, células T helper a los linfocitos T cooperadores o angor pectoris a la angina de pecho. Porque ¿qué ventaja tiene el inglés patch test sobre nuestros equivalentes prueba del parche, prueba de contacto, prueba epicutánea y epidermorreacción?; ¿o el inglés rash sobre nuestros equivalentes exantema, erupción cutánea y sarpullido?
Comentaba usted que, en países como los nuestros, todo médico ejerce tareas de traductor. ¿No le parece que el médico opera también, en cada entrevista médica, como una especie de «traductor» del relato del paciente a la lengua profesional?
Cada vez que médico y paciente conversan, en efecto, asistimos a un curioso intercambio biunívoco de información en una misma lengua, el español, pero con dos registros tan distintos que cualquier observador externo podría tomarlos casi por dos idiomas diferentes. Y el médico se desenvuelve aquí como experto traductor e intérprete que domina al dedillo ambos registros y transfiere de forma casi automática las expresiones de un registro al otro. Lo que en palabras del enfermo es hormigueo, barriga o pancita, anginas, azúcar en la sangre, boca del estómago, cardenales y parado (en España, de pie), pasa a ser para el médico parestesias, abdomen, amigdalitis, hiperglucemia, epigastrio, hematomas y en bipedestación. Este proceso de «traducción» resulta evidente en cualquier conversación entre médico y paciente, pero es especialmente llamativo en la anamnesis y la primera redacción de una historia clínica. El médico salta constantemente de un registro al otro cuando pregunta a su paciente «¿desde hace cuándo le viene doliendo la cabeza?» para luego anotar en la historia «refiere cefalalgia de tres semanas de evolución»; o cuando, tras medir la tensión arterial con el esfigmomanómetro, escribe en la historia «TA 140/80» al tiempo que informa a su paciente «tiene usted 14 de máxima y 8 de mínima».
Traducimos constantemente, sí, del lenguaje coloquial de los enfermos al tecnolecto de los facultativos, y lo hacemos de forma casi automática, sin apenas darnos cuenta.
En español, como en cualquier otra gran lengua de cultura, hemos de aceptar neologismos, desde luego que sí. ¿Cómo podríamos ser puristas los médicos, que nos servimos de un lenguaje formado, prácticamente en su totalidad, por vocablos de origen griego (tráquea, microscopio, síndrome), latino (absceso, médico, virus), árabe (alcohol, jaqueca, nuca), francés (chancro, pipeta, viable), inglés (prión, nistatina, vial), alemán (éster, mastocito, vaselina), italiano (belladona, pelagra, petequia), holandés (droga, escorbuto, esprue), portugués (albinismo, sarpullido, fetichismo), amerindio (curare, guanina, ipecacuana), asiático incluso (agar, beriberi, bezoar)?
En el ámbito del lenguaje científico, el español es una lengua minoritaria y dependiente. Desde hace siglos, la lengua española no acuña términos científicos, sino que los toma de fuera. Solo en el siglo XX, aerosol, angiotensina, anticodón, apoptosis, avitaminosis, bacitracina, biotecnología, calicreína, cápside, colagenosis, coronavirus, densitometría, dornasa, ecografía, edetato, epoetina, estresante, excímero, feromonas, genómica, hibridoma, hipoalergénico, interferón, inviable, láser, leprechaunismo, linfocito, liofilización, lisosoma, masoquismo, neuroléptico, nistatina, noradrenalina, nucleótido, operón, ortorexia, penicilinasa, pinocitosis, placebo, plásmido, prión, probiótico, proteinasa, ribosoma, robótico, sida, telecirugía, transgénico, transposón, travestismo, tripanosomosis, vipoma, virión y vitamina -a los que podríamos añadir sin esfuerzo otros ejemplos por millares- son todos ellos, sin excepción, términos especializados acuñados en el extranjero, y que nuestro idioma importó.
El español no debe ni puede funcionar al margen del lenguaje médico internacional. Nuestro lenguaje especializado debe seguir abierto al exterior para tomar de fuera las palabras que nos permitan designar nuevos conceptos y vengan a enriquecer nuestra lengua.
Lo que no tiene sentido, a mi modo de ver, es llamar papers a los artículos, células T helper a los linfocitos T cooperadores o angor pectoris a la angina de pecho. Porque ¿qué ventaja tiene el inglés patch test sobre nuestros equivalentes prueba del parche, prueba de contacto, prueba epicutánea y epidermorreacción?; ¿o el inglés rash sobre nuestros equivalentes exantema, erupción cutánea y sarpullido?
Comentaba usted que, en países como los nuestros, todo médico ejerce tareas de traductor. ¿No le parece que el médico opera también, en cada entrevista médica, como una especie de «traductor» del relato del paciente a la lengua profesional?
Cada vez que médico y paciente conversan, en efecto, asistimos a un curioso intercambio biunívoco de información en una misma lengua, el español, pero con dos registros tan distintos que cualquier observador externo podría tomarlos casi por dos idiomas diferentes. Y el médico se desenvuelve aquí como experto traductor e intérprete que domina al dedillo ambos registros y transfiere de forma casi automática las expresiones de un registro al otro. Lo que en palabras del enfermo es hormigueo, barriga o pancita, anginas, azúcar en la sangre, boca del estómago, cardenales y parado (en España, de pie), pasa a ser para el médico parestesias, abdomen, amigdalitis, hiperglucemia, epigastrio, hematomas y en bipedestación. Este proceso de «traducción» resulta evidente en cualquier conversación entre médico y paciente, pero es especialmente llamativo en la anamnesis y la primera redacción de una historia clínica. El médico salta constantemente de un registro al otro cuando pregunta a su paciente «¿desde hace cuándo le viene doliendo la cabeza?» para luego anotar en la historia «refiere cefalalgia de tres semanas de evolución»; o cuando, tras medir la tensión arterial con el esfigmomanómetro, escribe en la historia «TA 140/80» al tiempo que informa a su paciente «tiene usted 14 de máxima y 8 de mínima».
Traducimos constantemente, sí, del lenguaje coloquial de los enfermos al tecnolecto de los facultativos, y lo hacemos de forma casi automática, sin apenas darnos cuenta.
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