miércoles, 29 de junio de 2011

Hablando en lenguas
Por Quintín
12/06/11 - 12:32
Alguna vez discutí con Fogwill porque uno de sus personajes decía hot dog en Vivir afuera. Más recientemente, me tocó pelearme con traductores que en lugar de traducir al castellano argentino tomaban como referencia el “portuñol playero” o inventaban palabras para reproducir la jerga del mundo de las artes neoyorquino. Lo mismo me suele ocurrir con escritores que apuntan simultáneamente al mercado local y al español, y terminan mezclando dos lenguas sin afirmarse en ninguna. Tal vez haya en mis manías lingüísticas cierto mandato de Borges, quien nos acostumbró a la idea de que si había una palabra disponible en el léxico porteño cotidiano, estaba prohibido reemplazarla por otra ajena a él, así escribamos sobre pornografía escandinava.
En estos días me tocó enfrentarme dos veces con esta costumbre de hablar en lenguas. Me volví a sentir perplejo frente a un texto que viene discurriendo en un idioma que comparto y, de pronto, incurre en una especie de lapsus como si la mente del autor o el traductor hubiera sido poseída de repente por un demonio que le dicta palabras desde un más allá del horizonte común de su escritura y nuestra lectura. La primera vez fue con Bellas artes, del bahiense Luis Sagasti, que acaba de publicar Eterna Cadencia. Es un librito muy entretenido, muy ágil, que hilvana pequeñas historias que circulan entre anécdotas reales gracias a una prosa enérgica, por momentos estentórea (“Acaso por no tener los huevos para suicidarse, si es que darse muerte equivale a una tortilla, Ludwig Wittgenstein se enrola como voluntario en el ejército austríaco”) y que homenajea explícitamente a Kurt Vonnegut Jr. Sagasti es un atento observador de los errores ajenos. Señala, por ejemplo, que el planeta vonnegutiano Tralfamadore aparece en una contratapa de Anagrama como “Trafalmadore” y que Beatriz Sarlo escribe en alguna parte: “El jardín de los senderos que se bifurcan” para referirse a un relato de Borges cuyo título no contiene el “los” (los productores de 6, 7, 8 se perdieron este detalle en sus recientes informes contra Sarlo). Por eso es raro encontrarse en la página 54 con esta frase: “Nadie se tira por paracaídas sin saber cuál es la correa a jalar”. Sagasti escribe “jalar” en lugar de “tirar” como en México, pero lo de tirarse “por” y no “en” paracaídas debe provenir seguramente del idioma de Trafalmadore.
La otra sorpresa me la llevé con Meteoro de verano, del gran Arno Schmidt, una flamante edición de La Bestia Equilátera con traducción y prólogo de Gabriela Adamo. Traducir a Schmidt, experimentador del lenguaje, creador de palabras, inventor de un sistema de puntuación propio, fuerza desatada en el terreno de la literatura, es seguramente una tarea difícil y sin saber alemán uno sospecha que Adamo no lo ha hecho mal, porque la magia del autor se las arregla para atravesar el filtro lingüístico, especialmente en los capítulos menos convencionales. Pero Adamo nos dice en el prólogo que su estrategia para mantener la “elasticidad léxica” de Schmidt fue mezclar palabras “argentinas” con “españolas” (las comillas son de Adamo). “El lector se encontrará –dice Adamo– con ‘valijas’ pero también con algún ‘sostén’ y un par de cargas de ‘gasolina’.” Me cuesta mucho imaginar que esa incursión en palabras peninsulares sirva para representar la escritura de Schmidt, sobre todo porque un par de líneas más arriba Adamo dice: “Mucho se pierde al mudar de idioma” cuando bien podría haber dicho “cambiar”. Es evidente, a partir de este breve prólogo, que Adamo se siente más cómoda en esa interlengua que tal vez se haya convertido de a poco en el nuevo dialecto del argentino culto, en consonancia con la influencia cruzada entre los mercados editoriales a ambos lados del Atlántico.

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