miércoles, 29 de junio de 2011

El escritor que, por sobre todo, enseñaba a leer de manera generosa y genial
El autor de esta nota fue uno de los lectores de Borges, con quien compartió, además de la pasión por los libros, las exigencias de una buena traducción y el rigor intelectual.
POR ALBERTO MANGUEL - Escritor



EL CARIÑO DE SUS LECTORES. Firma ejemplares en la presentación de "Espejo que huye" de G. Papini, de su colección "La Bibioteca de Babel".
La última vez que lo vi fue en París, en el pequeño hotel de la Rue des Beaux-Arts que ahora lleva placas con los nombres de sus dos más distinguidos huéspedes, Oscar Wilde y Jorge Luis Borges. En los últimos años de su vida se había vuelto nómade y se complacía en hablar de los lugares que había visitado recientemente: Egipto, de donde se había llevado un puñado de arena dorada; Islandia, donde, en medio de las ruinas de una capilla sajona, había recitado el padrenuestro en la lengua de los vikings; Japón, donde había conversado del más allá con un sacerdote shinto. Le conté que vivía en Canadá y se mostró sorprendido. "¡Caramba! ­me dijo­. Canadá está tan lejos que casi ni existe." En uno de sus versos, Borges pregunta: "¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo, nos hemos despedido?" Esa noche no supe que estábamos repitiendo su pregunta, que nos estábamos despidiendo.
Lo había conocido en Buenos Aires, en la librería Pigmalión. Yo tenía dieciséis años y trabajaba allí por las mañanas. Acompañado de su madre, Borges venía en busca de libros de anglosajón, lengua que se había puesto a estudiar con entusiasmo adolescente. Un día me propuso (como a tantos otros afortunados) que viniera a leerle a su casa; su madre, que le hacía la lectura desde los primeros años de su ceguera, ahora se cansaba fácilmente. Acepté y durante muchos meses fui uno de los cientos de sus felices lectores. Mejor dicho, fui una de las voces de sus lecturas, ya que el rol de lector (elegir los libros, detenerse en ciertos pasajes, comentar lo leído) seguía siendo suyo exclusivamente.
Las lecturas de Borges eran siempre esclarecedoras y originales. Iluminaban un texto haciendo relucir rincones ocultos, y sus comentarios eran novedosos no porque Borges fuera el primero en pronunciarlos, sino porque era el primero en señalar que tales posibles lecturas existían. Sus descubrimientos eran a la vez obvios y sorprendentes; redescubrimientos cabría llamarlos, ya que creía en la observación de Bacon: "Tal como Platón imaginó que todo conocimiento no era sino recuerdo, Salomón a su vez declaró que toda novedad no es sino olvido".
Cierta vez me tocó traducir al inglés uno de sus cuentos, "El Congreso", para la editorial Franco María Ricci. Borges opinaba que los traductores no deben ser literales. "El error", dijo, "consiste en que no se tiene en cuenta que cada idioma es un modo de sentir o de percibir el universo". Sin embargo, en lo que a sus propios textos tocaba, exigía una fidelidad absoluta, lo cual no facilitó mi tarea, y en más de un caso dejé que sus exigencias en inglés (lengua aprendida sobre todo a través de sus lecturas literarias) dieran a la traducción un tono curiosamente artificial.
Según Borges, toda lectura es, de alguna manera, traducción, el pasaje de la visión formal del universo a una forma particular de sentirlo o percibirlo. ¿Pero hasta dónde puede llegar esa voluntad de apropiarse de lo ajeno, de hacer suyo lo que no lo es originalmente, de transformar lo extranjero en autóctono? En "Pierre Menard, autor del Quijote", Borges propuso un límite, el colmo del esfuerzo traductor, en el que un texto, clásico por excelencia, se transforma en otro sin dejar de ser sí mismo, salvo a través de su lectura. El Quijote de Cervantes y el Quijote de Menard son idénticos y fundamentalmente diferentes al mismo tiempo, como debe ser toda traducción que quiera ufanarse de perfecta.
Pero Borges sabía que tal perfección no es de este mundo, como yo pude comprobar años más tarde.
En 1974, publicó un pequeño texto llamado "La trama". El primer párrafo describe el asesinato de Julio César y su "patético grito": "¡Tú también, hijo mío!" El segundo (y último) párrafo dice así: "Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): `¡Pero, che!’.
Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena".
Oírlas, no leerlas. Entonces ¿cómo traducirlas? Ya instalado en Canadá, intentando compartir con amigos anglófonos este texto de Borges, traté de verterlo al inglés.
Varias dificultades me resultaron infranqueables. La primera, el título. "Trama" en español es "red" y también "argumento"; en inglés tiene que ser una cosa o la otra. La advertencia parentética ("oírlas, no leerlas") se refiere al "¡Pero, che!" que sigue; cualquier expresión inglesa que encontremos no tiene por qué exigir la misma precaución auditiva. Y finalmente, "¡Pero, che!", locución intraducible si la hay, arraigada inconfundiblemente en el suelo argentino e imposible de plantar en cualquier otro campo lingüístico. "¡Pero, che!" parece nacida de la identidad misma del argentino, lacónica queja que no puede ser expresada en ningún otro lugar de la tierra.
No se dice "¡Pero, che!" en Inglaterra o Estados Unidos, pero tampoco en España, México o Cuba.
"¡Pero, che!" es casi en sí misma la definición del habla criolla.
Afortunadamente, como Borges hubiese admitido, la historia de la traducción es la historia de ínfimos milagros. Virtud, inteligencia, destreza, experiencia, investigación, azar: todos estos factores intervienen en la ejecución de una traducción lograda, pero la calidad de milagro es la única esencial. En este campo de la creación literaria, sin milagro no hay victoria.
Me había yo resignado a dejar mi traducción inconclusa, o a acabar el breve texto con algún débil sinónimo de la inasible expresión.
Estaba leyendo, para distraerme, la Breve historia de Inglaterra de Chesterton, obra que Borges conocía muy bien, cuando me encontré de pronto con esta frase: "Durante mucho tiempo se pensó que la nación británica fundada por Julio César había sido fundada por Bruto. El contraste entre el muy sobrio descubrimiento y la muy fantástica fundación tiene algo de obviamente cómico, como si el `Et tu Brute?’ de Julio César pudiese traducirse como `What, you here?’, `¿Cómo, tú aquí?’" El "What, you here?" de Chesterton es la traducción perfecta del "¡Pero, che!" de Borges. O más bien: el "¡Pero, che!" de Borges es la traducción perfecta del "What, you here?" de Chesterton.
La traducción como lectura viaja en los dos sentidos: desde la fuente al texto original y desde el texto original a la fuente, recorridos en los que fuente y original se confunden y se redefinen. ¿Quién es el autor y quién el traductor de la expresión? ¿Borges o Chesterton? Imposible saberlo. Cronología y anacronismo no son conceptos útiles para juzgar una traducción y sus fuentes.
La tarea infinita del lector, la de recorrer la biblioteca universal en busca de un texto que lo defina, se multiplica (si el infinito puede multiplicarse) cuando ese lector admite su calidad de traductor.
Entonces todo texto rescatado de la página se vuelve una multitud de otros, transformados en los vocabularios de ese lector, redefinidos en otros contextos, otras experiencias, otras memorias, ordenados en otras estanterías. Comentando una traducción, Borges buscaba esos otros textos multiformes, esas metamorfosis. Y señalaba que esa es la conmovedora paradoja del arte de traducir: que a través de esas constantes migraciones, de esas exploraciones incesantes, una obra literaria puede volverse algo menos tentativo, menos azaroso que su naturaleza de obra artística le impone, y adquirir, por milagro, una suerte de inmanente inmortalidad.
Recuerdo sus comentarios, pero también su voz, tan particular.
Hablaba con voz pausada, un poco asmática, que sabía usar con gran provecho. Cierta vez, una periodista, algo torpemente, le preguntó qué cosa admiraba más en el general San Martín, nuestro héroe nacional. Borges respondió: "Sus bustos de bronce... que adornan...
las oficinas públicas... y los patios... de las... escuelas,... su nombre... repetido... hasta el hartazgo...
en marchas... militares... su cara... en el billete... de diez pesos..." Hubo una larga pausa durante la cual la periodista se quedó muda de asombro. La pobre mujer estaba por pedir una explicación, cuando Borges continuó: "... me han alejado de la imagen del héroe".
De aquellas noches me queda el recuerdo de un lector ideal, generoso, brillante. Sus observaciones ahora tiñen las lecturas aun de quienes no lo han leído, ya que forman parte del mundo de tantos otros escritores, tan diversos como Marguerite Yourcenar y Umberto Eco, Italo Calvino y George Steiner, Salman Rushdie y José Saramago. Sus revelaciones son esenciales. Definió la rica ambigüedad que yace al fondo de toda obra de arte, autorizando al lector a disfrutar de un texto y sin embargo no entenderlo del todo. "La iminencia de una revelación que no se produce", dijo, "es tal vez el hecho estético". Observó que todo escritor crea sus propios precursores, explicando así las curiosas bibliotecas que todo libro amado crea en la memoria de su lector.
Otorgó a todo lector el poder de la creación literaria, y prefirió no trazar límites entre aquel que lee y aquel que escribe. Fue un hombre modesto, profundamente ético, admirador del coraje épico que sabía le había sido negado. Quiso ser Ulises y le tocó ser Homero. Con resignación, creía que nuestro deber moral era ser feliz.
Hay escritores que exceden la geografía de su tierra y de sus libros, que ofrecen al lector no sólo nuevos paisajes o mundos antiguos, sino que proponen secretas cumbres desde las cuales poder descubrir sorprendentes caminos y constelaciones ignotas.
A través de su literatura, el lector puede intuir y nombrar (aunque no entender) el casi infinito catálogo de la experiencia intelectual humana; no por medio de fábulas o moralejas, sino por medio de un nuevo sentido, una nueva inteligencia, una nueva perspicacia. Borges (ahora lo sabemos) fue uno de estos raros e inmensos escritores.

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