Números y trampas de la traducción
La reciente edición de 'Cien mil millones de
poemas' pone en evidencia los riesgos que corre la literatura al ponerse en
manos de algunos traductores
13.01.12 - 00:20 -
Es manifiesto no solo que los lectores que no leen en lengua
original, o porque no saben, no pueden o no quieren, se encuentran en
indefensión ante el libro que tienen en las manos, sino que también y con no
poca frecuencia se hallan sujetos bien a la ignorancia e incongruencias de
algunos traductores -subrayamos lo de algunos-, bien a sus caprichos estéticos y
veleidades supuestamente eufónicas. La caradura no está exenta del catálogo de
pecados del traductor traidor. Me contaba en cierta ocasión un editor de
referencia en España que un traductor muy laureado y del que omitiremos el
nombre -aunque más adelante en estas líneas tal vez aparezca...-, le ofreció una
versión de 'Quo vadis?', aun sabiendo que el editor sabía que él no sabía
polaco; el traductor justificó su oferta con una afirmación capciosa: que la
traducción la haría una polaca amiga suya y él se encargaría de la revisión. Lo
que en realidad ocurrió -lástima de falsa historia de amor con la polaca- es que
el traductor se limitó a teclear su texto desde una versión francesa del novelón
de Sienkiewicz, dejándose en evidencia ante el fino olfato del editor -que tuvo
la paciencia de cotejar con un ejemplar traído de Francia-, por el uso de
galicismos varios.
En verdad, el trabajo del traductor es ingrato: sabe que es difícil
que su labor en sí misma pase a la posteridad, casi nunca se recuerda ni cita su
nombre salvo en casos muy concretos o por tareas heroicas, su labor es la de
sombra del que verdaderamente importa, esto es, el autor. Pero por si esto fuera
poco, como producto del mal pago y de las presiones temporales, el traductor
trabaja muchas veces a destajo y con desgana, y hasta cae en los llamados
«falsos amigos», quién sabe -pensemos con benevolencia- si como forma poco sutil
de venganza. En otros casos, se presta al juego de intentar dejar su huella, de
cambiar el título de libros que siempre hemos conocido bajo una denominación y
no otra; Xandru Fernández Navona lo hizo con 'La metamorfosis' de Kafka, que
convirtió, por otra parte con escaso seguimiento, en 'La transformación', y
Mauro Armiño cambió por 'A la busca del tiempo perdido' el clásico de Proust,
mientras que tanto él como Carlos Manzano introdujeron la variante 'Por la parte
de Swann' para la habitualmente conocida como 'Por el camino de Swann', por solo
citar algunas de las más sonadas. Estas modificaciones en títulos que forman
parte de nuestro ideario cultural pueden llegar a encontrar su justificación,
por más que pueda costar aceptarlas. Cosa distinta es que esas modificaciones no
tengan ni pies ni cabeza, sean arbitrarias o respondan a una mala traducción; en
estos casos, más que un impacto intelectual lo que recibimos es un
bofetón.
Ni más ni menos que eso es lo que ocurre en la reciente edición de
'Cien mil millones de poemas' realizada por Demipage, en rescate de la mítica
obra de Raymond Queneau, 'Cent mille milliards de poèmes', que acaba de cumplir,
en el pasado verano, cincuenta años desde su publicación en Francia por la
también mítica editorial Gallimard. Para quien no conozca cuál es el asunto en
su origen, aclaramos que se trata de un libro en el que Queneau, siguiendo uno
de los juegos poético-matemáticos a que era tan aficionado, plantea al lector la
posibilidad de construir a su antojo hasta cien billones de poemas a partir de
la combinación aleatoria de los catorce versos de cada uno de los diez sonetos
escritos para este, podríamos llamarlo así, experimento literario. Para hacer
más gráfica la cosa, el libro, de precioso formato en tapa dura y entelada,
presenta sus páginas cortadas en catorce finas tiras, una por cada verso, que
facilitan la combinación ya mencionada. En un cálculo matemático elemental,
Queneau presenta la fórmula de la que resulta la cantidad de poemas posibles (10
elevado a 14=100 billones) y transcribe la cifra en guarismos de color rojo:
100.000.000.000.000. No hay duda. ¿O sí?
Cabodevilla anota que «los beduinos tienen diez palabras distintas
para nombrar la arena; los lapones, veinte para el hielo y más de cuarenta para
la nieve». Este número crece entre los esquimales, que, según Margaret Atwood,
«tenían cincuenta y dos palabras para la nieve porque era importante para
ellos». Pero para las matemáticas la cosa cambia. Un billón es un billón. Bueno,
también un millón de millones. Y cien mil miles de millones. Esta última es
exactamente la versión que prefiere Queneau en su título 'Cent mille milliards
de poèmes', ya que 'milliard' debe traducirse por mil millones, no por millones
a secas.
De todos estos asuntos parece que Demipage y los diez autores
implicados en el proyecto -Jordi Doce, Rafael Reig, Fernando Aramburu, Francisco
Javier Irazoki, Santiago Auserón, Pilar Adón, Javier Azpeitia, Marta Agudo,
Julieta Valero y Vicente Molina Foix- se lavan las manos. A los que amamos el
librito de Queneau por su innegable belleza y lo que representa, hallar su
traducción a nuestro idioma, y además en un mimado volumen, nos emociona a
primer golpe de vista por lo que encierra de aventura. La emoción deja pronto
paso al asombro. La traducción del título se reduce a 'Cien mil millones de
poemas' porque sí, como «la rosa es sin porqué»; con ello no solo se pervierte
el título de Queneau y se demuestra que no se saben matemáticas: lo peor de todo
es que no se sabe traducir. En el prólogo, la editorial se hace un ocho (parece
que vamos de cifras) e intenta con palabras que rozan lo incomprensible
justificar lo injustificable: que los números no les salen y que la traducción y
los poemas posibles no concuerdan. ¿Solución? Nos colocamos en actitud de alarde
y decimos que, para que el título nos cuadre, y porque además nos suena mejor en
la oreja, nos hemos cargado tres ceros por la cara; por supuesto, del prologuito
original de Queneau transcribimos solo la parte que nos interesa, no vayamos a
parecer... lo que no queremos parecer.
Del contenido también se puede hablar, aunque en este caso no se
trata de traducción sino de creación: diez sonetos de los diez autores
mencionados, no en endecasílabos, sino en alejandrinos, a la francesa, con dos
tercetos finales que a veces son encadenados y a veces más bien parecen tres
parejas desencadenadas. Curiosamente, se explica también en el libro que, siendo
una de las rimas elegidas en -ero, proliferaban en casi todos los sonetos los
aguaceros, y hubo reuniones para secarlos y eliminarlos. ¿Por qué no se hizo lo
mismo con otra de las rimas, en -encia, que ha dado tantas ausencias que casi
cada uno de los sonetos la tiene «en presencia»? Queneau no repitió palabra
alguna en sus rimas y eso que él solito se trabajó sus diez sonetos. No entremos
a valorar algunas otras de las consonancias; uno de los versificadores se precia
de su empeño y logro en usar la palabra vagina; yo particularmente, y terminando
igual, prefiero calamina, pero esa es ya cuestión de gustos personales.
En suma: traducir es posible, dentro de lo posible de las cosas
humanas. Solo hace falta, en palabras de García Yebra, «decir todo lo que dice
el original, no decir nada que el original no diga, y decirlo todo con la
corrección y naturalidad que permita la lengua a la que se traduce». Ahí es
nada. En todo caso, tan difícil tarea bien merece mayor atención por nuestra
parte: como lectores, pendemos del leve hilo de tinta del orfebre o aleve
traductor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario